sábado, octubre 08, 2016

ESTE CULO NO SE TOCA



Desde hace más de 20 años el culo de Cubiella recibe a propios y extraños desde su escaparate del barrio del Carmen con gracia sandunguera y alegría de sambódromo.
En su cruzada contra el menor atisbo de ranciedad machista, la directora del Instituto de la Mujer, tan ocupada ella, ha dirigido una carta al propietario del local instándole a su inmediata retirada pues el retrato ofende el pudor victoriano de tan abnegada funcionaria.
Este culo desafía la ley de la gravedad desde hace lustros. Si en Ávila tienen el brazo incorrupto de Santa Teresa, los gijoneses peregrinamos piadosamente hasta ese altar en forma de escaparate para contemplar y venerar ese  milagro de la naturaleza y la genética, porque ese culo inmarchitable no conoce de celulitis, estrías ni flacideces varias. Esas carnes marmóreas permanecen incorruptibles desde la noche de los tiempos: ni una arruga en ese póster, ni una degradación en el color de esos glúteos de bronce. Más de un lugareño se ha dejado la piñata contra la cristalera tratando de arrancar un bocado a ese par de membrillos tan gloriosos.
Ni el Elogio del Horizonte, ni la Madre del Emigrante (ay, prubina), ni ese ferruño de la estatua de Pelayo representan mejor el espíritu de esta ciudad que ese pompis regio. No hay monumento que simbolice mejor nuestras esencias que esta mujer de espaldas al mundo, este trasero excelso, estas nalgas perennes e invictas ante el paso de ese tiempo  que a todos los demás nos aja y nos derrota.

jueves, octubre 06, 2016

EL DIABLO DE TASMANIA

EL DIABLO DE TASMANIA.
Cuando los colonos arribaron a Tasmania, esa cagarruta de isla situada al Sur de Australia, se horrorizaban en cuanto oscurecía con unos terribles aullidos que les helaban la sangre.
Los más aguerridos y temerarios se internaron en la foresta hasta localizar el origen de aquella escalofriante grillada que les quitaba el sueño cada noche. Descubrieron a una especie de supertopo malencarao, gordo y agresivo, de dientes pequeños y afilados que, durante la cópula nocturna, se mostraba muy desconsiderado con la hembra y con el descanso ajeno. Los animalicos estaban todo el día dalequetepego y las colonas no ganaban para crema antiojeras.
Todo inmigrante alberga la esperanza de encontrar sus sueños en la nueva tierra prometida pero con tanto orgasmo marsupial no había forma de pegar ojo. Organizaron  batidas con el fin de extinguir aquella alimaña y, ya de paso, dar caza a los aborígenes de la isla que, de puro feos, ofendían a la vista. Fracasaron en su intento de extinguir la especie pero eso sí, de los tasmanos no dejaron ni la muestra, exterminaron toda la población de la isla, nadie sobrevivió. Lo que viene a ser un éxito total en cuestión de genocidios.
Ahora ya conocen al auténtico diablo de Tasmania.

martes, octubre 04, 2016

Mansplaining


"Mansplaining" es uno de esos anglicismos que se expanden como un reguero de pólvora entre el feminismo más guerrillero.
Definen con el palabro a esa tendencia que, según parece, tenemos los hombres de explicarle todo a las mujeres desde la condescendencia, el paternalismo y la arrogancia con que se habla a los tontos del bote, a los niños chicos y a los parias de la India.
Si las feministas se sulfuran cuando les cedes el paso en una puerta (salvo que sea la puerta giratoria de un Consejo de Administración, entonces no sólo no les molesta que se les ceda el paso, sino que exigen su preferencia a golpe de claxon) imagínate cómo se ponen cuando las ninguneas tratando de demostrarles cómo se hacen bien las cosas.
Debo confesarlo: padezco Manolosplaining. Y no soy consciente de ello.
En cuanto me despisto me deshago en explicaciones no solicitadas, trazo mapas, te hago un croquis en servilletas de papel, completo la frase de una guiri cuando tarda más de dos segundos en encontrar una palabra en castellano, pongo cruces donde deben ir las firmas y, ante el menor síntoma de duda ante un impreso, hasta te llevo de la mano para echar la rúbrica. Incluso suelo rematar mis frases con un lamentable "no sé si me has entendido" o un todavía peor " espera que te lo apunto".
Y no me corto, lo hago con personas que a menudo saben del asunto tratado mucho más que yo: lo mismo intento explicarle el fuera de juego al calvo de Pierluigi Collina, que ilustro a Carlos Sainz sobre la técnica del doble embrague, corrijo a la guiri de antes la pronunciación de su propio idioma o le doy consejos sobre tocología a una madre de quintillizos.
Y no es machismo, no. Porque le doy la turra por igual a una mujer, que a un hombre, que al loro de mi tía Felisa.
No es por machismo, no.
Yo es que soy así de gilipollas.


lunes, octubre 03, 2016

AMANECEDADES



Esta mañana me desperté crujiente cuando el mundo era tan sólo un pespunte de luz en la persiana. 
Devoré una tostada legañosa con el café y unté la mermelada sobre la esponja del baño. 
Revolví las sábanas con la cucharilla, las almohadas me saludaron desde las bocas de la tostadora mientras mi cabeza daba vueltas en el microondas. Un chorrito de leche me bautizó desde la regadera de la ducha. Mezclé dos azucarillos con el Listerine y me afeité un sobaco.
El albornoz surfeaba con la tabla de planchar sobre la tarima flotante, la báscula marcaba las 6:30 y castigaba mi mala conciencia con su sirena estridente.
Extendí la mantequilla sobre el pijama  con el cepillo de dientes. Recosté la cabeza sobre un croissant, relamí las campanillas del despertador y sacudí un par de pesadillas que retozaban en la alfombra. 
Guardé la leche en la puerta del ascensor, rellené con pienso el comedero de mi mujer y arropé al perro con un beso.
Me anudé un calcetín al cuello con una lazada perfecta, oriné por última vez contra el espejo y salí por la ventana dispuesto a comerme el mundo.

domingo, julio 24, 2016

Explosión controlada



Una acumulación subcutánea de odios larvados y rencillas purulentas.
Un forúnculo grasiento de deseos insatisfechos, de desdenes y reproches.
Un bulto en la piel, un cáncer seborreico,
un barrer basurillas bajo la alfombra  de la costra de las heridas mal curadas.
Ese chancro de amor, esa psoriasis del alma.
Ese rascar compulsivo tratando de alcanzar un placer que nunca llega.
Hurgar en la llaga con manos infectas.
Apretar con las uñas el volcán de pus
y perder los ojos en la eyaculación de los venenos.

jueves, julio 14, 2016

LA PELOTA YE MÍA


El dueño del balón marcaba las reglas del juego. Decidía los equipos, quién jugaba y quién no, si había sido falta o penalti. Y Dios te libre de no ganarte su simpatía o llevarle la contraria: un "la pelota ye mía" zanjaba cualquier discusión, disolvía cualquier revuelta. Y tú te ibas a la caseta o a casa con tu tarjeta roja con ánimo bolchevique, maldiciendo a aquel aprendiz de tirano y a su puta propiedad privada.

En las redes sociales pasa tres cuartos de lo mismo. Al menor atisbo de discrepancia te sueltan un "mi muro es mío y cuelgo lo que quiero", marcan territorio con su chorrito de orina y al siguiente matiz te expulsan de su feudo, ese paraíso de necedad e intolerancia. Exigen adhesiones inquebrantables, te invitan a exponer tu opinión siempre y cuando sea favorable, reafirman sus convicciones con los aplausos pero son insensibles no sólo a la opinión contraria sino al más leve matiz. 

Os pido justo lo contrario; llevadme la contraria, transformad mis más firmes certezas en incertidumbres. Insultadme si os apetece, burlaos de mí cuando me muestre estúpido y también cuando tenga toda la razón. No dejéis que se cierre el círculo de mis creencias como perro que se muerde el rabo, pescadilla que se muerde la cola o contorsionista que descubre las maravillas de la autofelación. Desahogad vuestra ira, romped un par de vasos, rompedme los esquemas y hasta rompedme la cara cuando os apetezca.
Que ya me encargaré yo de recordaros de quién ye la pelota.

miércoles, julio 13, 2016

HARPO


No sé si saben que Harpo se llamaba en realidad Adolf Marx, ¡mira que ya afinaron sus padrinos! Tampoco sé si recuerdan la razón de su mudez: Tras una de sus primeras actuaciones un crítico teatral alabó sus dotes para la pantomima y su presencia en escena pero afirmó que todo se desplomaba en cuanto abría la boca. Desde ese día Harpo cerró el pico para siempre, no volvió a pronunciar palabra sobre un escenario ni ante un micrófono.

Hace unos pocos menos de años, pero aún así bastantes, un amigo cometió la torpe ingenuidad de someter un puñado de versos al juicio crítico de otro colega con cierta aureola de intelectualidad circunvalando su enorme cabezota. Tras una lectura acelerada y desdeñosa la calificó con sólo tres palabras: "artificial, fría y pretenciosa". No recuerdo si mi amigo volvió a escribir después de aquello, lo que es bien seguro es que no volvieron a hablarse.
Más o menos por aquellos años, a otro coleguilla y a mí nos dio por frecuentar la única buhardilla del mundo ubicada en un entresuelo. Les describo el ambiente: nada parecido a una silla, todo lleno de cojines y mucho humo que salía no se sabe bien de dónde. Y allí nos plantamos nosotros, como el señor Don Gato, atraídos por el olor de la sardina... y del bacalao.
Un tanto cohibido y atolondrado recurrí a pequeñas bromas y juegos de palabras para romper el hielo. Cada vez que abría la boca una de las chicas (de aquella un patito feo aunque años más tarde se convertiría en cisne) frustraba cada intento con un jajá con sarcasmo, un pequeño abucheo o un gran abucheo. Incapaz de soportar tanto desaliento me sumí en un silencio enfurruñado. A las pocas semanas fuimos declarados personas non gratas en aquella buhardilla; ni más risas ni más ná de ná.
El amor y  el humor requieren sus preliminares. Ambos tienen sus ritmos y sus precalentamientos, requieren del estímulo y de la complicidad del público presente. Uno solo es incapaz de levantar nada sin ayuda; la indulgencia con los actos cómicos fallidos es fundamental, la carcajada falsa, ese orgasmo fingido. Seguir un poquito el rollo con buen rollo hasta alcanzar el delirio.
Tal vez sea mejor callarme para siempre. Aunque para eso tendría que tener la fuerza de voluntad de Harpo Marx y comprarme una bocina.

sábado, julio 09, 2016

LA SISA

Yo confieso. La inconsciencia y audacia propias de nuestra juventud se confabularon con nuestra miseria económica en la comisión de un delito. 
Mi primera novia robaba condones, para nuestro personal uso y disfrute, en la casa del notario en la que trabajaba. No funcionaron con nosotros las llamadas de la Iglesia Católica que condenaban el hurto y promocionaban la castidad, ni nuestra miserable condición nos empujó al ahorro aparente de hacer nuestros amores a pelo, que hasta nuestra inconsciencia juvenil tenía sus límites. 
Nunca nos pillaron y eso que, a medida que le cogíamos el truquillo y el gusto a las mecánicas de nuestros cuerpos, los asaltos a aquel tesorillo profiláctico bordearon la imprudencia.

Años después me ha dado por imaginar, entre arrepentido y muerto de la risa, las miraditas de recelo que se debieron de cruzar en aquel hogar burgués tras los respectivos recuentos; ese mutuo reproche larvado y creciente pero que, al no aflorar nunca en una bronca a la italiana, garantizó nuestra impunidad y nos permitió prolongar ese fase exploratoria de los primeros goces, que es de los pocos aprendizajes de la vida en que uno  espera con más ansiedad e impaciencia la hora de entrar en clase que la de salir de la Academia.
Gracias, mil gracias, señor Notario de Villaviciosa.

domingo, julio 03, 2016

Embalsamamientos


La soledad se condensa alrededor de mi  piel.
El silencio cuaja el aire en gelatina,
me envuelve en una cera tibia
que recubre cada poro
y con hilos de angustia
teje una mortaja de neopreno.


En medio, yo:
un insecto fósil atrapado en ámbar.
La presión de mil millones de toneladas
y de mil millones de segundos
de quietud y hastío me ha transformado
en esta mierda de diamante de caramelo,
en este souvenir de metacrilato
con un bicho dentro
que liba tedio
mientras espera en vano
el próximo deshielo.

lunes, junio 20, 2016

Contra la extinción del gato callejero. FIRMA LA PETICIÓN


Existe una relación aritmética entre la actividad sexual de una mujer y el número de gatos que posee.  Simplificando: son inversamente proporcionales. 
A medida que la desidia, el despecho y el abandono se apoderan del espíritu femenino se despierta en su matriz un afán enfermizo e insaciable por la adopción felina. Bandadas de mujeres recorren al caer la tarde los callejones de la ciudad armadas con un saco negro y una lata de Whiskas. Este Ejército de Salvación Gatuna se abalanza sobre sus víctimas, apresa sus terrores con un movimiento envolvente, sofoca su agitación epiléptica aplastándolos contra sus pechos ubérrimos.
Ya en casa los acicalan, los desparasitan (asombra que quien se autoproclama amiga de todos los animales asista impasible a la ejecución de las miles de pulgas de su mascota) los humillan adornándolos con todo tipo de lacitos ultravioletas y disfraces ultrajantes; les arrancan las uñas en vivo en un vano intento por salvaguardar la integridad de cortinones y tapicerías. Por último también los castran, que estas damas rubicundas son gentes de mucho capar.
Del mismo modo que las mujeres que conviven en grupo sincronizan sus ciclos menstruales, las solitarias y sus secuestrados compañeros de presidio acompasan los ritmos circadianos de sus líbidos hasta alcanzar el letargo absoluto. La taimada sonrisa del gato en el cojín esconde la más cruel y  sibilina de las venganzas.

Ayer fuimos a visitar un piso que estaba en venta. A la hora convenida llamamos al timbre. Más tarde, al abandonar la vivienda, no nos pondríamos de acuerdo si aquella bruja estaba embarazada o no, lo que nos quedó claro desde que vimos  recortarse su silueta en el umbral de su hogar es que comía por dos.

Nada más cruzar las puertas de aquel infierno fuimos agredidos por un olor intenso, penetrante como el almizcle, agresivo como el amoníaco; el perfume a orín de la miseria y la derrota. 
Nos pregonó en un tono cansino e inconexo las excelencias de aquel palacio. Su princesa heredera, orgullosa propietaria de la inverosímil colección de más de cien diademas que se desplegaban en un anaquel, se despatarraba en un sofá cochambroso. El desorden del cuarto de la niña, a mí, que me creía el dios del Caos, el Diógenes de todos los Diógenes, me hizo daño en los ojos. 
Ponderó mucho las amplitudes  de un pasillo que eran tales que decidieron instalar allí las estanterías de la vivienda. Mientras yo tenía que meter tripa para no quedar encajado en los encuadernados catálogos del Ikea y las guías de teléfonos de la provincia de Lérida (sic), aquella mujer deslizaba sus carnes por aquellas estrechuras con la habilidad de los pulpos cuando entran en las botellas. 
No podría describir el dormitorio matrimonial, no sabría decir si fue que no nos atrevimos a abrir los ojos o que la premura que nos entró por salir de allí no la habría igualado el superhéroe Flash con una sobredosis de speed.
Abrió la puerta del cuarto de baño con la cautela de la mujer de Barbarroja cuando accedía a su habitación prohibida.
La bestia oscura que desbordaba aquel lavabo no estaba demasiado gordo para ser un oso negro pero aquella señora se empeñaba en que su mascota era un gato. Otros dos mininos (que poca justicia les hacía el nombre) colmaban el resto del espacio de aquel baño. Un cuarto gato, escuálido, se escondía en una rendija tras el asiento del inodoro (que tampoco hace mucho honor a su nombre, la verdad sea dicha). La señora nos explicó que se escondía por timidez con las visitas pero tengo para mí que era más por miedo de ser devorado por los otros huéspedes de aquella fonda.
Junto al bidet, un jardín zen japonés hecho con sepiolita invitaba a la meditación. Los gatos habían trazado surcos con sus garras en torno a tres enormes menhires humeantes. El suelo de aquella estancia estaba cubierto con una sustancia plumiforme a mitad de camino entre una batalla de almohadas en un Colegio Mayor y la Fiesta de la Espuma de una discoteca ibicenca.
Abandonamos la vivienda procurando no tocar nada para no quedar atrapados en el Loctyte de aquella incuria.
En el Idealista anunciaban la vivienda en 220.000 Euros. Nos pareció poca la compensación por habitar aquel horror pero aquella desdichada, en su locura, pretendía que aquello era el precio.
Huímos de aquella peste apocalíptica y nos fuimos a olvidar penurias en un gallego donde ponían un rodaballo muy bueno, abundante y bien barato.

domingo, febrero 07, 2016

EL DESHOLLINADOR (Autorretratos de pie forzado)


Mi oficio consiste en desatrancar chimeneas de arriba a abajo. En desatascarlas lo más rápido posible. Es un oficio de hombres. Primero porque cuando un hombre corona las alturas se pone los brazos en jarritas y tiene ganas de llegar abajo para contar a los demás cómo son las vistas. Y porque, cuando hay varios hombres sobre un tejado, todos pelean a empujones por ver quién es el Rey de la Montaña.

Un oficio humano.
Un oficio muy gris.

Tuvimos los deshollinadores de Charles Dickens, los de los poemas de William Blake, los que bailaban en Mary Poppins, y ahora estoy yo. El único que no es un personaje. Soy real.

Soy el hombre más equilibrado sobre el borde de una cornisa, el más tranquilo, el más concentrado y mi trabajo consiste en mantener el equilibrio por muy desequilibrado y resbaladizo que esté un tejado y el mundo que hay debajo.

Todos los grandes deshollinadores causan asombro por su equilibrio. Nuestra silueta se recorta en el cielo en la arista de los edificios como en la cuerda floja de un circo. Los otros, desde la acera, aguardan con espectación el instante de nuestro descalabro. Nada entretiene más que ser testigo de un desastre. No te pagan por limpiar sus chimeneas, te pagan por eso.
Dar miedo. Fingir un tropezón para que ellos puedan fingir su piedad. Eso reconforta mucho sus corazones miserables. Su compasión les redime ante ellos mismos.

Deshollinar más rápido es antes que nada deshollinar de otra manera. Ser el más hábil en el manejo de las baquetas y el escobillón, el más rápido al enrollar en tu codo la cuerda de la plomada ganchuda. Y tener el agudo ojo de una rapaz para discernir en el tubo el cadáver atorado de un cuervo muerto.

Los alemanes revolucionaron el oficio con sus arneses de diseño, los americanos con sus bombas de gases desincrustantes, los japoneses con sus minirobots teledirigidos.
Ahora estoy yo.
Ser un gran deshollinador es una condición que exige una entrega absoluta de si mismo y una concentración total. Deshollino a tiempo completo. Con escalo y nocturnidad. Jamás doy un paso en falso, esquivo el verdín de los musgos y el vuelo rasante de las gaviotas cuando protegen sus nidos.

Coged a dos hombres en igualdad de peso y de material, en el mismo tejado, ponedlos uno al lado del otro, y siempre soy yo el que deshollina más rápido.
Mi cuerpo es blando, deshuesado, invertebrado casi. Tengo hombros de anguila y mi piel es tan viscosa que incluso contagia a mis ropones oscuros y los lubrica como si mi abrigo fuera de teflón. Puedo deslizarme a través de cualquier tubo por estrecho y sinuoso que sea.
Las chimeneas de las casas de Gaudi me las hago yo todos los meses. Las de la Plaza Roja, con sus tejados bombachos, también. Y si hay fumata bianca en el Vaticano ya sabéis quién es el responsable. Me conozco al dedillo todas las techumbres del mundo, lo mismo me hago las chimeneas de una pagoda que limpio de hollines la Casa Blanca.
Todo cuenta en tu carrera.
Un día desalojar un nido de cigüeñas se convierte en lo esencial. Distraer al bicho con tu chistera de mago con torería y valor, tener cintura para evitar sus histéricos picotazos, hipnotizarlo con trucos de prestidigitador. Desahuciar a la okupa zancuda y buscarle una solución habitacional alternativa en algún campanario para ella y sus cigoñinos. Ves sus siluetas recortarse sobre la espadaña contra un horizonte turbio de nubarrones y, por una centésima de segundo, te has preguntado en que posición están los dedos de tus pies y si es firme el terreno sobre el que se asientan.

Cuando duermo, trabajo. Cuando como, trabajo. Diseño escaleras de mano, ligeras y  desplegables hasta la Luna; suelas antideslizantes para evitar patinazos, rascadores, nuevas herramientas para desobturar, aspiradores ciclónicos para la carbonilla.
Estoy tan acostumbrado a tragarme mis vértigos como a tragar cenizas. Me asomo a los abismos y retengo a duras penas ese pie que se empeña en dar un paso al frente.

En cuanto el silbido del patrón me libera del trabajo suelto el escobón. La lluvia deshace mis cortezas de mugre y un increíble deshollinador menguante se desliza por toboganes de pizarra, por el aquapark de los canalones hasta desintegrarse en el descenso. Después queda un deshollinador que ya no tiene ni ojos, ni cabeza, ni piernas, y que resbala por el sumidero más rápido que los demás hombres.
Es la regla.
Y luego está ese momento que inevitablemente llega en una vida, el único momento de verdadero reposo, el reposo del deshollinador.
Un deshollinador jamás madura, nunca llega a convertirse en adulto. Has salvado las tejas rotas, las vigas carcomidas, los anclajes herrumbrosos, las cuerdas podridas, las chapuzas de albañiles, aparejadores y de los arquitectos más galardonados. Pero un día cometes ese fallo estúpido (que no es de distracción, porque los deshollinadores no conocen la distracción). Y te quedas corto un par de centímetros al saltar a la terraza vecina. Y ahí llega el reposo, el reposo inmenso. Has perdido la chistera. Has perdido el trabajo. Ya nada tiene importancia, ya no eres un deshollinador, tus músculos se relajan, tu mente se libera, sabes que vas a partirte la crisma.


martes, enero 05, 2016

LA DISTANCIA DE LA LUNA

Por una vez le quitamos a este blog todos los rombos para que esta noche podáis compartir con vuestros ninyos una mágica historia de deshollinadores lunares.