domingo, junio 14, 2015

EL BÁLSAMO DE TIGRE


Me curo los resfriados con un ungüento a base de semen de tigre. Me unto un poquito de ese bálsamo bajo la nariz y  mis vías respiratorias, los bronquios y hasta el último de mis alveólos se despliegan con la elegancia de las velas de una fragata con el viento en popa.

Cada primavera un monje budista se adentra en lo más hondo del bosque. Con paso decidido se abre paso entre la espesura y camina en espiral hasta ser localizado por el tigre. Sabe que cada gota de sudor atraerá como un imán a la bestia y por eso acelerará el paso con tal de sudar un poquito más. 
En cuanto siente unas sigilosas zarpas aplastar la hierba a sus espaldas se quedará quieto. Escuchará como las cuatro patas se detienen a la distancia de un salto. De un salto de tigre. 
Se girará despacito, con esa lentitud que se perfecciona en los conventos a base de mucho repetir, mucho capón de sacerdote y mucho quedarse castigado a fregar de rodillas los suelos del lamasterio. Esa lentitud engaña al certero ojo del tigre y no le permite distinguir el movimiento de la quietud. Cuando se cruzan las miradas, el pequeño aprendiz de lama tendrá que borrar todo temblor de sus pupilas y escudriñar en el fondo de dos espejos negros el tesoro de la mansedumbre. Cualquier duda, cualquier error en el aprendizaje y el monasterio no volverá a escuchar el suave rozar de sus sandalias contra el empedrado.

El niño se arrodilla con las manos juntas ante el pecho. Sus párpados acarician el cerebro del tigre. Lo adormecen y lo arrastran hasta el tiempo anterior a su primer crimen, cuando los dientes sólo servían para jugar con los otros cachorros de la camada. El novicio interrumpirá la oración y desplegará uno de sus brazos que se internará en la selva anaranjada y oscura que puebla los ijares de la bestia. Los dedos se abrirán paso entre las peligrosas franjas de la simetría del tigre. Se detendrán sus dedos  donde el pelaje clarea y el impetuoso pulso de la bestia bate con más fuerza. La mano acaricia la creciente dureza que se abre paso entre las tibias carnes. El ritmo requerido lo había aprendido por si mismo en los dormitorios, una destreza natural, adquirida sin necesidad de capones ni castigos.  Cuando toda la tensión de la fiera se concentren en un solo punto y la rigidez alcance la temperatura de un hierro candente arrimará una jícara para recibir el disparo de una lluvia intermitente.
Aprovechará la somnolencia de la fiera para erguirse, realizar una reverencia acelerada y desandar lo andado con mucho cuidado de no romper la cántara.

Ya en el convento los monjes condensarán aquella leche; le añadirán un fermento secreto a base de Vicksvaporub y luego los envasarán en unas latitas como las de NIVEA pero rojas, con un tigre y un dragón haciéndose cucamonas en la cara A. Son del tamaño de un euro. Cerrarán el botecillo con saña y una maldición (que Buda sólo hay uno pero demonios hay muchos) para que así, las torpes manos de un occidental, no puedan abrirlas nunca. Sólo los elegidos que consiguen destapar el tarro de las esencias tendrán remedio a todos sus males.