miércoles, julio 16, 2014

EL TALLER


Cierto día de mi adolescencia pasé delante de uno de esos talleres desvencijados y decadentes en los que, poco a poco, la grasa va devorando a la luz hasta convertirlos en una gruta pastosa y  sombría.

Iba con Germanín, un medio pariente, cartagenero de origen y carácter, muy dado a las coñas en voz alta y a la risotada incontrolable. Al pasar ante el portón reparamos en que, sobre el foso de los mecánicos, la techumbre de escayola presentaba un boquete enorme, muestra inequívoca de un error de cálculo. A alguien se le había ido la mano al elevar con el gato hidráulico  un vehículo para hurgarle en las entrañas y practicarle una cesárea mecánica de emergencia. 
El agujero era aún más negro que la inmensidad oscura que lo rodeaba.

Nos parapetamos tras un burladero de madera gris en el que hacía ya años una mano torpe había escrito con una letra que pretendía ser de molde "Por fabor, no aparcar o abisamos grua". Asomamos las cabezas  al interior de aquel antro y empezamos a reír, a exagerar la risa con tal de joder más, señalando con un dedo insolente el destrozo que llevaba años sin reparar.
El mecánico salió de entre las sombras, limpiándose unas amenazantes manazas con una madeja de trapos. Eran unas manos rudas, de dedos amorcillados y se las veía tan fuertes que podrían estrangular niñatos gilipollas de dos en dos sin apenas esfuerzo. Nos gruñó algo incomprensible con una voz floreada de flema y espumarajo e hizo amago de lanzarnos una llave inglesa.

Mi compadre le plantó cara:

¡Oiga, mi perro es más que usted!

Metió las manos en el mono azul, nos miró con ojos nublados de derrota y se dio la vuelta.

La lengua de un hombre siempre sabe escoger la palabra que más hiere.

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