jueves, abril 24, 2014

Desmemoria



Me gustaría tener la memoria selecta y exquisita de esa gente que, cuando se muere, lo hace recitando estrofas completas de "La tierra baldía" o tarareando las vibrantes notas de una sinfonía de Mahler.

En mi caso estoy seguro que malgastaré mis últimas sinapsis con algo mucho más trivial: un chiste de Arévalo de pésimo gusto o el "Ea, ea, ea, á" que cantaba mi madre mientras me acunaba.

martes, abril 22, 2014

San Jorge y el dragón.



De las fauces de la bestia sólo salían hermosas pompas de jabón. San Jorge se acercó al dragón escondiendo, avergonzado, la lanza tras la espalda.

domingo, abril 20, 2014

UN CUTRE EN LA ÓPERA



El cutre sabe que no tiene ropa para ir a la Ópera. Sus vaqueros huelen a trampero del Canadá y la mochila de tres dólares, prestada hace años y nunca devuelta, que le acompaña en todos sus viajes no es el mejor pasaporte para un sitio de estos.

El Metropolitan Opera emerge en una plaza descomunal de esas que los soviéticos y los chinos gustan de llenar con soldaditos desfilando pero los americanos se conforman con plantar una fuentecilla de chorros plateados en medio. Se accede a la plaza por unas escaleras de dimensiones épicas que, de noche, reciben al visitante con un banner luminoso que desplaza por la contrahuella de los escalones un ¡Bienvenido! en muchos idiomas.
El cutre es un tipo obediente que acepta la invitación y se acerca a la ostentosa fachada de cristal del edificio que deja ver, a través de sus cinco arcadas y a la luz de unas arañas de cristal hiperbólicas, un interior sofisticado: una elegante y ondulosa escalera de alabastro está flanqueada por dos murales de Chagall cuya superficie es tan grande como varios campos de fútbol. El cutre conoce a un pintor que desprecia a Chagall aunque al cutre los cuadros del judío le parecen las ilustraciones de un libro de cuentos ruso. Colgarlos aquí es un gran acierto porque el público de la ópera siempre le han parecido un puñado de rusos blancos huidos de los bolcheviques, que se han criado de niños leyendo libros de cuentos troquelados con preciosas encuadernaciones y cuya vida sigue sumergida en esos cuentos y esos mundos alicatados de nácar y ámbar.
Osa atravesar la puerta de cristal con la mezcla de inquietud y curiosidad con que Alicia cruzaba los espejos.

La función ya ha comenzado. El cutre sabe que lo único que le separa de ver la representación es un cordón de terciopelo que cuelga de dos palos de bronce. Sabe que con un simple saltito estaría dentro, que aquellos porteros que aúnan la estatura de un watusi con la dignidad de un sikh  son demasiado educados para interceptarlo, que seguro que encuentra alguna butaca vacía pagada por alguien que desprecia la música y le sobra el dinero. Pero el cutre no da el saltito, el cutre lleva cruzándose toda su vida con ese cordón de terciopelo que le corta el paso al otro mundo y jamás se ha atrevido a dar el saltito.

Dentro del vestíbulo, junto a la tienda de regalos, hay unos bancos de piedra frente a una televisión que emite la representación en directo. Hay tres locos allí, tres fantasmas de la ópera contemplando las imágenes de cortesía. Uno que jadea insultos de tanto en tanto en un idioma desconocido. Otro desfila con pasos muy medidos, con parsimonia se acerca a centímetros de la tele, se da la vuelta y camina hasta el banco, se gira y vuelve hasta la pantalla, así todo el rato. El tercero es un viejo travestido con una peluca como la del señor Barragán que no deja de tomar notas en una libreta escolar. Hay mucha caligrafía en esas hojas, se diría que lleva en aquel vestíbulo media vida.

La chica que acompaña al cutre se sienta en aquel banco. La Bohème es su ópera favorita. El cutre observa como ella inclina su cuerpo hacia adelante en aquel asiento sin respaldo, proyecta sus oídos, sus ojos y todos sus sentidos. Ve como estira su columna de bailarina al máximo en ese estado de concentración absoluta que le ha visto cada vez que se asoma a un escenario, como un perro perdiguero que señala a una presa sin nada que le distraiga, como una flor que se despereza para absorber el rocío de la mañana. Disfruta con avidez cada nota musical, cada nota de color del vestuario, muy seria, como si no hubiera otra cosa en el Universo en ese momento.
El cutre se queda ensimismado admirando la curva de esa espalda. Se percata de su propia miseria y un puñetazo de consciencia le revuelve el estómago. Por un momento teme que su cuerpo y el del travestido se fundan en un solo ser, teme quedarse atrapado para siempre en ese ser alucinado, en ese rostro mal afeitado, en esos ojos de loca, en esa ropa de esperpento. Maldito, seguirá tomando notas enfebrecidas en un cuaderno hasta que otro más cutre que él se siente en ese banco.


Al atravesar la cristalera para salir de ese País de las Maravillas el cutre intenta asimilar si las cosas que ha visto eran realmente tan grandes o es que él se va sintiendo cada día un poco más pequeño.

domingo, abril 06, 2014

UN CUTRE EN NUEVA YORK III - Paseítos low cost


A los cutres les encanta todo lo que es gratis. 
Pasear es gratis y las larguísimas calles de Niu LLorq podrían parecer el lugar ideal para hacerlo, pero el cutre no viaja solo y esas inmensas avenidas están saturadas de comercios tentadores con precios astronómicos. 

El cutre arrastra a su acompañante hasta el único sitio sin tiendas de Manhattan: el puente de Brooklyn.
Esta ciudad tiene una mal ganada fama de frenética. Está plagada de rincones que desprenden una inusual serenidad. Aunque es casi mediodía apenas hay gente sobre el puente y puede hacerle fotos desde una playita de grijo casi desierta, tan sólo hay una madre que juega con su niña y disfruta de un tímido rayo de sol de lo más engañoso (mucho brillo y poco calor) .

Firme en su propósito de no gastar un duro vuelve a cruzar el puente y se dirige al Meatpacking District porque cree que es la zona de mataderos donde Rocky entrenaba usando un costillar de buey como saco de boxeo. Pero resulta que los viejos desolladeros los han transformado en tiendas muy cuquis y restaurantes exóticos donde te sirven el brunch unos camareros descalzos con túnica azafrán. Alarmado, el cutre engaña a su acompañante para visitar la zona a la vuelta (por mucho que prediquen los neoliberales ibéricos a favor de la libertad de horarios, el cutre ha aprendido que, en la Meca del capitalismo, la mayoría de los comercios cerrarán a las seis de la tarde).

Un paso elevado les conduce hasta otro de los atractivos (gratuitos) de la ciudad: la High Line. Todos los urbanistas del Universo se han conjurado para transformar las vías de tren y metro abandonadas en rutas pedestres de mejor o peor gusto. Les sale barato, se plantan cuatro rastrojos, arrancan la mitad de las traviesas y los raíles (de eso, con dejar descuidada la obra, ya se encargará alguien) y luego lo adornan con las esculturas del cuñado de un concejal. 

Una chica hacía yoga en un banco; meditaba con los ojos cerrados, concentrada, sin mover un músculo, ajena a los comentarios y los flashes de los turistas. Como una cosa es ser budista y otra muy distinta es ser gilipollas, hacía la postura del loto pero con el bolso sobre el regazo, sujetando la correa con el perineo que es un músculo que los budistas tienen muy desarrollado. La High Line está concebida como mitad mirador, mitad solarium. Como mirador deja un poquito que desear pues lo que se ve tampoco es el Gran Cañón del Colorado y como solarium... De tanto en tanto un osado turista se recuesta en uno de aquellos carricoches sobre raíles reconvertidos en tumbonas para hacerse una foto; antes de que pueda decir "Cheese" una ráfaga del relente que sopla desde el Rio Hudson lo deja criogenizado en el sitio. El Ayuntamiento no retira los cadáveres, los deja así, para decorar, como si fueran esos alpinistas congelados que se encuentra uno según se baja del Everest a mano derecha. 
Al regresar le di un toquecillo en el hombro a la imperturbable chica zen. A juzgar por el rigor mortis, llevaba allí tiesa desde Noviembre.




martes, abril 01, 2014

UN CUTRE EN NUEVA YORK II - El día de San Patricio


Lo primero  que hace el cutre al levantarse es consultar el parte meteorológico. 42 grados y sol. El cutre escoge la más discreta de sus camisas hawaianas. Cuando sale a la calle y la primera ráfaga de frío polar escarcha las orquídeas malvas de su camisa, el cutre se acuerda del Señor Fahrenheit y la putaqueloparió. 
Recorre las calles que lo separan de la Quinta Avenida, su aliento deja una estela de vapor a su paso como si fuera una locomotora del Transiberiano. Tose. Escupe y, antes de llegar al suelo, su saliva se cristaliza y el gargajo rueda por la acera como una hermosa canica color flema.

Escoge un lugar cerca del Rockefeller Center para contemplar el desfile. En la acera de enfrente unos manifestantes protestan con banderas arcoiris porque no dejan desfilar a los gais, con lo que a ellos les gustan los uniformes. La lógica cutre no deja de admirarse de lo ordenados que son los americanos: los de la otra acera en la otra acera, como Dios manda. 

Empieza el desfile. Reparten banderitas de Irlanda, el cutre estira la mano para que le den una pero la sonriente repartidora esquiva al cutre dejándolo con la mano tendida en una situación ridícula y desairada. Para disimular, el cutre hace como que saluda con la mano. Desde la acera de enfrente le tiran besitos.

El día de San Patricio es, en esencia, una parada militar. Al cutre le sorprende sin embargo la poca marcialidad que despliega aquella tropa. Cada uno va a su aire, no marcan el paso, parece como si para seleccionar aquel batallón hubieran escogido al peor Soldado Patoso de cada regimiento. De tanto en tanto, alguno rompe la fila para ir a besar a su tía de Wisconsin que está en la acera agitando la banderita ayudada por un Parkingson galopante. Al cutre, acostumbrado a los desfiles de la Legión en los que ni la cabra se desmanda, aquel desmadre le parece poco serio. El paso es un poco sandunguero, los uniformes muy poco uniformes, algunos llevan un gorro de lana bajo una gorra de plato, otros cubren una camisa de camuflaje con una piel de leopardo de imitación para combatir la helada. Algunos hacen malabares con una escopeta, hacen molinetes y la tiran al aire. El cutre agradece que la escopeta sea de palo, si los fusiles fueran de verdad en manos de aquellos torpes el desfile podría terminar peor que la matanza de Texas.
Las bandas de música comparten la descoordinación. Desafinan. Es difícil distinguir si están tocando una marcha de Sousa o la Macarena. Los músicos adolescentes tienen todos carita de pringaos de instituto americano. Para ellos es su día de gloria, el día que compensa todas las vejaciones de los recreos de todo el curso.
Tampoco acaba de entender el cutre porqué, siendo una fiesta irlandesa, la mayoría de los que desfilan tocan la gaita y lucen faldas escocesas. Le dan mucha pena las majorettes con sus minifaldas. Muchas de estas bastoneras van sin medias. El cutre se acuerda del Spiderman y concluye que este país está infestado de arañas radioactivas y termoreguladoras.
La tía del Soldado Patoso y sus acompañantes, unas chicas de oro del Inserso de Wiskonsin, sospechosamente eufóricas, comienzan a cantar con entusiasmo el Glory, glory, aleluya. Buscan la complicidad del cutre y lo invitan a cantar con ellas. El cutre se une al coro y, cuando acaban la canción, se crece y sigue cantando "Jerusalem-está fundada-como ciudad-bien compactá". La magia del gospell se apodera del cutre que se desmanda y canta cada vez más alto acompañando sus berridos con una coreografía mesiánica de brazos en alto y mucho paroxismo. No se calla hasta que un policía le amenaza con una pistola muy graciosa, como de juguete. Es  de color amarillo y dispara unos dardos con cables muy monos.

El desfile es monótono y repetitivo. Unos tíos con pendón. Un grupo de soldados en traje de faena. Unos escoceses de piernas rotundas. Un puñado de majorettes. Una banda de viento destrozando los timpanos. Un grupo de civiles risueños. Otros tíos con otro pendón, los soldados, los escoceses, las bastoneras y vuelta a empezar. Así una y otra vez desde las 11 de la mañana a las 4 de la tarde. 
No es el día de San Patricio. Es el día de la Marmota.