Me pica. Me pica horrores. Me muero de picores. Me rascaría como el oso Yogui hasta dejar sin corteza todos los árboles del parque de Yellowstone. Al que dijo que sarna con gusto no pica le frotaba yo los cojones con un matojo de ortigas. Pedí cita al especialista.
Nada más asomarme por la puerta de la clínica la recepcionista me reconoció desde su cabina situada a más de cincuenta metros y me saludó efusivamente con un: "Hola, señor Pazzos ¿Cómo va esa blenorragia?" demostrando que, aunque de memoria anda fatal, de la vista y los pulmones está estupendamente. Correspondí con un cortés: "Buenas tardes" a los cuarenta pares de ojos de la sala de espera que, por una extraña razón, estaban todos clavados en mí.
La recepcionista me advirtió que el doctor Procopio se había jubilado y que la consulta de dermatología la atendería en su lugar la doctora Marta.
La doctora Marta hacía honor a su nombre y a su profesión: tenía la pinta de tener la piel muy pero que muy suave. Desde el momento en que la vi supe que mi enfermedad se había vuelto crónica. El más mínimo rebrote me serviría de excusa con tal de volver a encontrarme con aquel pedazo de hembra. Alta, de una esbeltez no exenta de potencia, morenita de pelo y piel. Gastaba unas gafas grandotas, que trataban de aportar seriedad y madurez a un rostro juvenil y travieso. Estuve pensando en fingir una enfermedad venérea para que me refregase un poco los bajos. Me contuve. Aún me arrepiento.
Me hizo un reconocimiento (de una profundidad decepcionante, a mi entender) Hizo caso omiso a mis ruegos y súplicas para que me rascara un poco con esas sus uñas tan bien manicureadas. Anotó en una hojilla los medicamentos que me prescribía y me explicó minuciosamente la forma de aplicarlos. A medida que avanzaba en su explicación mi asombro iba en aumento.
Recogí la mitad de las cosas necesarias para el tratamiento en la farmacia y la otra mitad en el Mercadona de la esquina.
Cuando llegué a casa me desnudé y procedí a embadurnarme todo el cuerpo con el ungüento. La doctora se había negado en redondo a untarme ella misma la cremita pero había insistido mucho en que, para que funcionase mejor el corticoide, tenía que hacerlo en oclusión, es decir, que tenía que formar un emplasto sobre mi piel, cubrirlo con film transparente y dejarlo actuar durante horas.
Haced la prueba en la cocina. Tratad de cortar una tira de ese plastiquillo y que se quede tiesa, sin plegarse, pegarse, ni formar un gurruño medusoide en menos de un segundo. Probad a a hacerlo con las manos pringosas. Y, más difícil todavía, probad a hacerlo mientras os rascáis la espalda compulsivamente contra la puerta del cuarto de baño.
Pronto le pillé el truqui y empecé a enrollar el film alrededor del codo, del brazo,del hombro, el tronco, el cuello, las piernas, hasta transformarme en una momia postmoderna de plexiglás.
Empezó a hacer calor. Llevamos un verano polar y tenía que ponerse a hacer calor precisamente ahora. Convertido en un papillote humano de poliuretano comencé a sudar. Mi imagen reflejada en el espejo bien podría ser la próxima portada del London's Perverts, una revista cultural inglesa de mucho éxito entre los burócratas de la City y la Curia Vaticana.
El cuerpo ya no me picaba, todos mis sentidos estaban ocupados en transpirar. Con el paso de las horas el plástico parecía encogerse cada vez más y me costaba trabajo respirar. Me sentía como un capullo, como el capullo de un gusano de seda. Pensé que resultaría muy embarazoso morirse así, que lo de David Carradine en el armario a lo mejor había sido sólo el fruto de un brote de urticaria.
Logré llegar dando saltitos hasta la cocina. Con la ayuda de los restos de una pata de jamón que por muy verde que se esté poniendo me da mucha pena y pereza sacarla del jamonero y tirarla, logré librarme del embalaje. Gracias a aquella pezuñita negra logré desgarrar el envoltorio y liberarme de aquella crisálida cuando estaba a punto de fermentar vivo en mi propio sudor. Cuando salí de la crísálida estrené una nueva piel, brillante, deslumbrante, espléndida. He leído en el prospecto que los corticoides apenas tienen efectos secundarios pero desde que me salieron este par de alas de mariposa en la espalda sólo me atrevo a salir de casa por Carnaval y el día del Orgullo Gay.