Me gusta pasear por la zona residencial de mi ciudad en cuanto sale el sol. Bostecé como un hipopótamo hambriento y desvelado y para desperezarme decidí saltar al estilo Fosbury el seto de una mansión. Empezar la mañana con un buen baño en una de esas piscinitas con forma de riñón es de lo más refrescante. Como estamos en otoño el agua está un poco fría y cubierta de hojas amarillas de lo más canadienses. Chapoteé feliz como un manatí en aquellas aguas densas, en aquella sopa de amebas capaz de provocarle una conjuntivitis a un búfalo. Nada mejor para el cutis que un baño de fangos. Al salir sentí que la piel se me desprendía a tiras; por un peeling como aquel no veas tú lo que son capaces de pagar alguna de las pijas que aquí viven y esta talasoterapia yo la sigo cada semana gratis en su propia piscina; esta gente no valora lo que tiene en casa. Cuando de vez en cuando me pillan en pleno baño me sumerjo o hago como que soy el encargado de limpiar la piscina revisando los desagües. No sé a que viene su fama de gigolós. A mí nunca nadie me ha propuesto nada. Bueno, una vez dijeron que iban a llamar a la policía, supongo que para montar un trío y animar una despedida de soltera.
Cuando salía de la piscina se levantó una remolina de aire y todo el otoño vino a adherirse sobre mi piel mojada. Convertido en una croqueta vegetal, se terminó para mí el tener que saltar setos para mis allanamientos. Ahora podría haber entrado tranquilamente por la puerta principal gracias a mi nuevo camuflaje de monstruo de la laguna si no fuera porque había algo a la que no podría engañar con mi nuevo aspecto: el olfato de los perros.
A veces, antes de escoger chalet me fijo en los dibujitos que graban en los buzones los vagabundos en su lenguaje secreto. Si pintan un gato gordo quien habita la casa es una viejecita amable y acogedora. Por el contrario, una raspa de sardina indica que en aquella casa lo que hay es muy buena basura. Una calavera y dos huesos cruzados avisan que te puede morder un perro. Si lo que se cruzan son dos muslos de pollo es que al perro te lo puedes comer tú. De momento no tengo pensado comer perros aunque me he bajado una receta de una web de cocina vietnamita que promete. El día que consiga semillas de flor de loto hago la prueba.
Hay diversas formas de inmovilizar a un perro para que no moleste: Untar con miel el enchufe de la piscina. Dar vueltas alrededor de su caseta hasta que quedan más amarrados que Houdini con la cadena. O rociarlos con un poquito de nitrógeno líquido de ese que nunca falta en cualquier cocina de hoy en día. Es sorprendente lo bien que cristaliza un bóxer. Si tu problema son las babas de tu mascota ya sabes cual es la solución.
Con lo que come un SanBernardo en un día se podría alimentar durante una semana a toda una familia de rumanos. Y si el clan de los Romanov se bebe el coñac del barrilito que llevan al cuello son capaces de montarte una fiesta zíngara en el jardín. La comida para perros es como la india en cuanto a textura y sabor pero mucho menos picante e indigesta. Y la comida para gatos es incluso más sabrosa. En alguna ocasión he visto como a un Yorkshire con más lazos que un rodeo le servían un filete Stroganoff en una bandeja de esas con una cupulita dorada para que no se enfríe. Recuerda: Hay un comedero de plata para perros monísimo en Carolina Herrera que no puede faltar nunca en tu lista de bodas. Y por menos de 500 Euros.
Las personas que estamos predestinados a morir en soledad no deberíamos nunca adoptar a una mascota que pueda algún día devorar nuestro cadáver. Por eso, una cosa buena que tienen los ricos es que nunca están solos. Mientras son ricos.
Un día me colé en el chalé de un hombre muy importante y altamente preparado que había presidido grandes empresas, gobiernos, instituciones financieras y hasta conducido un taxi cuando era joven. Desayunaba en el jardín solo, vestido con un albornoz y unas zapatillas rosas de peluche que no eran de su número. Una hermosa vikinga siliconada bajó al porche, le dio un beso en la mejilla, un mordisco a su tostada y salió disparada con las grandes zancadas que le proporcionaban unas piernas eternas prolongadas por unos tacones tan sorprendentemente largos como finos. Dos adolescentes bajaron, sin besos, a pedir dinero, le robaron un donuts y se largaron. Un hombre trajeado lo saludó con grandes palmotadas en la espalda, despachó con él unos negocios cuidando mucho de cubrirse los labios con la mano para no ser espiado. La costumbre. Entre la mano y el croissant que devoraba sin dejar de hablar apenas se le entendía nada de lo que farfullaba. Cuando se marchó la asistenta recogió los restos del desayuno con una mirada al 99% de sumisión y al 1% de desprecio absoluto. Al final un perrillo se acercó a lamer la mano de aquel pobre hombre con avidez. O era la única muestra de amor verdadero e incondicional que recibió aquel día o, simplemente, se había olvidado de limpiarse los dedos con la servilleta.
Y es que podemos tener en la vida dinero, sexo, familia, salud, éxito profesional, servicio doméstico y una casa que te cagas, pero todos mataríamos por un poquito más de aceptación.
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Nota de producción: NIngún animal ha sido maltratado para la realización de este post. El SanBernando de la foto nos mostró un carnet de identidad falso antes de que le sirviéramos el alcohol.
Nota de producción: NIngún animal ha sido maltratado para la realización de este post. El SanBernando de la foto nos mostró un carnet de identidad falso antes de que le sirviéramos el alcohol.