Por esta vez, y sin que sirva de precedente, la foto la hizo Pazzos
Tengo una superstición. Creo que cortarme el pelo me trae mala suerte. Como a Sansón. Por eso cada vez me cuesta más ir al peluquero y retraso mis citas con las tijeras a la menor excusa. Al final, cuando parezco uno de los hermanos Macana me resigno y voy cabizbajo a la barbería con la aprensión de que algo terrible me va a suceder nada más salir del establecimiento.
También es cierto que allí echo poco tiempo porque el peluquero cada vez tiene menos trabajo conmigo y ya ni usa las tijeras; con una mano coge mis dos pelillos de Filemón y con la otra la navaja y de un solo tajazo (como Alejandro Magno resolviendo enredos o el rey Salomón dirimiendo juicios) me iguala toda la cabellera.
Mi peluquero y yo nos hemos ido quedando calvos juntos y eso une mucho. Por eso uno es fiel a la peluquería de siempre y no se deja tentar ni por las peluquerías modernas de esas en las que entra un Cromagnon y lo dejan como Cristiano Ronaldo ni por las peluquerías chinas que son mucho más baratas y terminan con un final feliz. No y no. A mi me cortaban aquí el pelo cuando me montaban en una sillita con la cabeza de Bambi para que me estuviese quieto y me afeitarán la cabeza para meterme en el ataúd (que como la Disneylandización de este país siga a este ritmo también tendrá una cabeza de Bambi de adorno)
Una peluquería de caballeros (salón de imagen capilar, me corrige ofendido el gremio de rapanucas) es uno de los pocos sitios de este país donde uno todavía puede encontrar un Interviú. Es más, hasta es fácil que ese Interviú sea aquel mítico en el que Marisol enseñó a los españoles lo que son dos tetas. Porque no nos engañemos el negocio es lo que es y da para lo que da y no está la cosa para andar despilfarrando en revistitas de diseño. E incluso si miras bien en los estantes seguro que te topas con un frasco de Varón Dandy con su inconfundible tapón de sombrero de copa. Y también está allí desde que el mundo es mundo una banda de ¿caucho? con la que se afilaban las navajas. Mi peluquero utiliza cuchillas desechables pero se empeña en que los de la Gillette no tienen ni puta idea de lo que es un buen afilado y siempre le da una pasada a la navaja por la tira de caucho, con lo que los hombres de mi barrio compartimos todos nuestros virus y nuestras miserias. Pero en mi barrio somos todos como una gran familia y nunca vamos a discutir por un poquito de hepatitis de más o de menos.
No existe un peluquero mudo. Cuando se sacan la licencia les hacen un examen médico y si estás un poco ronco no lo pasas y te dicen que es mejor que te dediques a otra cosa. Además saben de todo; yo, antes de que existiese la Wikipedia cuando no recordaba un dato me daba una vuelta por la barbería y me resolvían la duda en microsegundos. Las respuestas tenían la misma fiabilidad que las de la Wikipedia pero expresadas con mucha mayor rotundidad y convencimiento. A ver quien es el valiente que le lleva la contraria a un hombre que te apoya una navaja en la yugular.
A lo que iba que me disperso, en cuanto sacan el espejo para enseñarme el resultado y compruebo que me han dejado la coronilla como a San Juan de la Cruz, a partir de ese momento siento como un repeluzno que me recorre la espalda. No, no son los pelillos que se me han colado y que me pican, no. Es como el presagio de que algo terrible va a sucederme. Cuando salgo de la barbería y siento el viento gélido azotarme el cogote pelado me estremezco. Voy por la calle mirando con recelo los andamios y esquivando los letreros luminosos, me demoro al cruzar ante los semáforos para cerciorarme de que aquel monigote parpadeante es efectivamente verde y no es que me haya quedado daltónico de repente.
Cuando llego a mi portal, evito usar el ascensor y me aventuro por los peldaños, afianzando cada paso y no sin antes haberme aferrado con un arnés de seguridad al pasamanos de la escalera.
Cierro la puerta de mi hogar, con suavidad y prudencia no vaya a pillarme los dedos. Olfateo el aire una y mil veces para descartar una fuga de gas antes de atreverme a encender la luz y procuro apretar el interruptor en el mismo centro para evitar electrocutarme con las manos tan resudadas por el pánico como las llevo.
Me pongo un salvavidas que mangué en Iberia para meterme en la ducha y poder deshacerme de los pelillos que me están matando por la espalda. Me ducho sentado en el fondo de la bañera que un resbalón a estas edades es una rotura de cadera fijo y si no que se lo pregunten al camarada monarca.
Cuando por fin me meto en la cama (sin cenar, que de grandes cenas están las sepulturas llenas) tiro la almohada, la manta y las sábanas no vaya a ser que me ahogue con ellas en sueños. Al fin caigo rendido y me duermo. Pero ahí no se acaba todo pues es entonces cuando se cumplen todos mis temores. Siempre tengo la peor de las pesadillas. Sueño que me ha crecido otra vez el pelo y tengo que volver a ir al barbero.