Empecemos con una introducción pedante. La anagnórisis de la tragedia griega suele desvelarse en la peripeteia (giro de la fortuna): en un momento crucial, todo se le revela y hace claro al protagonista, con efectos casi siempre demoledores. Como dice la Choni, es cuando el tío se entera de tó y descubre que la ha cagao.
En un punto de nuestras vidas algo, un hecho, un secreto descubierto, un diagnóstico atroz, nos descubre de golpe, con brutalidad, cual va a ser nuestro destino y todo nuestro mundo anterior salta por los aires. Nada volverá a ser como antes.
Contaba Sir Lawrence Olivier que tenía un método para interpretar el horror de Edipo al descubrir la verdad, recurría al grito desesperado de un animalillo cuando descubre que va a morir irreversiblemente. Pero como la cosa va de griegos, mejor os lo cuento en forma de fábula.
Para cazar un armiño es suficiente
un poco de sal y un corazón de piedra.
En el día más frío, del más frío invierno,
se vierte la sal sobre el más frío hielo.
y se vuelve uno a casa dejando la trampa.
El armiño se acerca, saltando curioso,
Olfatea el señuelo, sin sospechar nada
Lame que te lame, el ciego goloso
deja poco a poco su lengua pegada.
Cuando vorazmente termina el banquete
y retira su boca de la nieve helada
en ese momento el peligro advierte:
¡su lengua en el hielo se queda atrapada!
Es en este instante en que el horror le invade
en el que es consciente de su muerte cierta.
Aúlla y es su aullido la nota más triste
y la más aguda que jamás se oyera.
Intenta a mordiscos desprender la presa,
nervioso se agita como llama blanca
que tiembla asustada del aire glacial,
sangra por la boca y su aliento al final
ondea una bandera de fatal derrota;
su esfuerzo es en vano, la dama se acerca
con su paso lento, con sus huellas negras.
Blanco fue el veneno,
blanca fue la víctima,
blanca fue la tumba
y blanco era el viento
de muerte en la tundra.