A mi hermano Carlos, que dice que a veces lee el blog. Él dice que sabe leer, que nadie le abra los ojos a la evidencia, por favor.
Ayer cociné. Paella de alcachofas para uno. ¡Qué triste!
Podéis creerme o no pero es lo mejor que he comido nunca. Corrían las lágrimas por mis mejillas de lo buena que estaba. Me la comí yo solo y no os dejé ni un grano, no compartí mi creación con nadie. Fue como si Leonardo hubiera quemado la Gioconda nada más terminarla sin que otros ojos pudieran gozar de esa perfección que acababa de crear. Tanto arte en el plato, todo mio y todo para mí.
Con el sopor de la digestión me puse nostálgico. Echo de menos la promiscuidad. --¡Vaya cosa, como todos! --replicaréis. No hablo de esa promiscuidad. Me explicaré mejor:
Los que procedemos de familia numerosa añoramos aquellas peleas a codazos en la mesa, reclamando un espacio como los lechones reclaman el pezón de su madre, o los nacionalistas las competencias territoriales; a veces a gruñidos, a veces a mordiscos. Las puntas del tenedor amenazaban al que había osado atrapar la última croqueta y la cosa habría terminado en esgrima sin floretes trucados si mi madre no hubiera parado el lance a golpe de colleja. A veces pienso que el hule era muy práctico por si había derramamientos de sangre.
Echo de menos aquellas vajillas de Duralex blindadas, nada que ver con los platos del Ikea de ahora que andan desportillados de sólo mirarlos. La translúcida Duralex blanca, con los años, se iba volviendo opaca de tantos fregaos bajo el chorro del fregadero como si fuera un cristalino enfermo de cataratas. Desde la alacena la miraba ufana y desdeñosa la Duralex ámbar, la de los domingos, la que transformaba la simple Casera en una bebida exótica, tan sofisticada como nosotros. La Duralex verde... ¡ésa era la que tenía la tu madre que fue una ordinaria toda su vida!
Los domingos tocaba paella, claro, y mi padre siempre repetía que estaba mala porque se le llenaba la boca de granos. Domingo tras domingo. Año tras año. Como si cada vez fuera la primera que contaba el chiste malo."The sense of humor" de los Pazzos: original, fresco, superingenioso y ocurrente. ¿entendéis mejor ahora de que lodos vienen estos barros?
Eramos ocho, pero teníamos más hambre que los doce apóstoles después de la Cuaresma cuando vieron que Jesús se presentaba sólo con un pan para la cena. --Esta va a ser la última --amenazó Judas.
Y después del arroz, los ocho, que pesábamos ya como doce, nos tumbábamos todos en el tresillo para ver en la tele a Maguila Gorila. ¿La palabra tresillo tiene algo que ver con tres? En mi casa el tresillo era un mueble que se cambiaba muy a menudo, vete tú a saber porqué.
A veces el marisco de la paella nos jugaba una mala pasada. Mi madre había examinado con mucha atención la gamba (femenina y singular, femenina mi madre y singular el crustáceo). Aquellas patitas negras y aquellos ojos saltones de puro irritados por el ácido bórico que suplicaban clemencia la hicieron dudar un poco pero al final la sacrificó sin piedad en la paellera donde enrojeció como un guiri en Benidorm (como comprobáis, el sofisticado humor de los Pazzos ataca de nuevo). Total que aquella gamba, saboreada en régimen de multipropiedad, nos causaba estragos intestinales la muy puta y rencorosa. Ante el único baño se formaba una cola que luego inspiró a un publicista de la Once que vino un día de visita por casa. A diferencia de la hora del desayuno en que mientras uno se duchaba, otro se lavaba los dientes, aquel meaba, mi madre ponía la lavadora, mi padre se afeitaba, otro se peinaba, mi hermana nos despeinaba a todos con el secador, en esos momentos de desahogo intestinal respetábamos escrupulosamente la intimidad de cada cual. La respetábamos aporreando la puerta con la desesperación de un Pedro Picapiedra con retortijones. Al grito de "espabila Favila, que viene el oso" (Pazzos's humor again) tratábamos de conminar al asediado extreñido a descorrer el cerrojo y abandonar el castillo. En la puerta del baño quedó un agujero para siempre que hizo mi desesperado hermano sirviéndose de sus botas Gorila como ariete. En la era pre-Airwick tomar la plaza así como así, con el asiento aún caliente, la cisterna zumbando y goteando sobre tu cabeza, y el papel higiénico todavía dando vueltas en el portarrollos era toda una temeridad; los héroes de la central de Fukujima unos cagaos al lado nuestro. Pero la necesidad aprieta. Yel papel del Elefante rasca. Son dos de esas verdades que te va enseñando la vida. Tus primeras dudas existenciales las tenías cuando tratabas de escoger entre la cara satinada que resbalaba y la otra que te desollaba vivo. Mirabas con desolación aquellas 400 hojas envueltas en papel de celofán, cogías aquel rollo como Hamlet la calavera y declamabas: "No pienso, y también existo, ergo a la porra Descartes " (The philosophy of the Pazzos is not bad either).
Pero bueno, con tanta metafísica me he perdido, ¿de qué iba este post? ¿qué era lo que echaba de menos?