domingo, octubre 30, 2011

DIARIOS ESTELARES: CRÓNICAS UCRÓNICAS

Cuando murió Fidel todo cambió en la isla.
Lo primero que cambió fue la gente. De la noche a la mañana los mulatos descamisados que paseaban por el Malecón con garbo sandunguero se transformaron en atildados ejecutivos encorbatados, con rasgos japoneses, palidez escandinava  y acento de Serrano,  que se dirigían con ritmo estresado  a sus despachos.
Todas las aduladoras jineteras se habían hecho miembros del Ejército de Salvación, cambiaron los tangas y los mini-minishorts por trajes-chaqueta abotonados hasta la nariz. Sin embargo, conservaron el hábito de atosigar a los viajeros, si bien ahora para hacer proselitismo de todo tipo de abstinencias.
Los paladares se transformaron en lujosos restaurantes de diseño donde se podía pasar hambre a precios de escándalo.
El paraíso antillano era ahora un paraíso fiscal. Los yanquis arribaban a sus playas en sus yates, en sus barcos, en sus balsas, hasta en jacuzzis recauchutados, tan cargados de dólares que casi zozobraban, al borde del naufragio. Trataban de evadir capitales, ponerlos a salvo de la insaciable presión fiscal del gobierno socialdemócrata que aterrorizaba Washington.  Las todopoderosas  ONG’s  controlaban Wall Street y  amenazaban con confiscar hasta el último céntimo de las grandes fortunas.
El turismo seguía siendo la primera industria nacional. Los viajeros  descendían de los aviones pertrechados con sus gorros de lana, ansiosos por alcanzar el telesilla y deslizarse loma abajo por un paisaje nevado de abetos y coníferas. El cambio climático había invertido el sentido de la Corriente del Golfo y  ahora en las canchas de béisbol se podía practicar hockey sobre hielo al aire libre.
Guantánamo se pobló de jubilados americanos vestidos con chándals naranja que correteaban por el resort gastándose bromas pesadas, con capuchas, perros, y mucha orina.
La estación espacial de Cabo Cañaveral  se trasladó a Cuba, no porque poner en  órbita un cohete sea más fácil cuanto más cerca nos encontremos del ecuador, sino porque las mujeres de los astronautas descubrieron que en las peluquerías de la Habana la laca era mucho más barata y los cardados les salían por cuatro pesos.
Este era el motivo por el que Sozzap y yo nos encontrábamos repostando en el Caribe.  Nos habían contratado como tripulación de una flamante nave que acababa de fletar el Ente Cubano del Aerospacio, la RosaMari I. El diseño de nuestro fuselaje era pura aerodinamia, construido con retales de viejos carros americanos de los años 50, y si Werner von Braun levantase la cabeza se habría emocionado al contemplar el sistema propulsor hecho a base del carburador reciclado de una vieja guagua.
Cuando murió Fidel todo cambió en Cuba. Todo… menos la falta de libertad y democracia.
Ahora nadie canta.
Ahora nadie baila.

Un grupo de disidentes, hartos del clima que se respiraba en la isla decidió boicotear nuestro lanzamiento inaugural. Saltando las barreras de seguridad nos rodearon.
Vladimiro Bakunín un veterano secuestrador con un máster en Rapto, Violación y Tortura por la Universidad de Trípoli me apuntó con un plátano por la espalda.  Yo, como buen adicto al porno, sé que un mulato bien armado puede hacerte mucho daño,  así que opuse poca resistencia y nos dejamos arrastrar a la sala de mandos.
Vladimiro, clavándome el plátano en las costillas, gritó: ¡ARRANCA!
– ¿Dónde vamos? –le pregunté.
– ¡A Cuba!
–Pero, si ya estamos en Cuba –le repliqué.
–Esto ya no es Cuba  –sentenció lacónico.
La gente se apelotonó en la nave.  Acostumbrados a ir apretujados en las guaguas, los camellos y los metrobuses, encontraron el módulo espacial francamente espacioso.  Se acomodaron lo mejor que pudieron, aunque aquello parecía el camarote del camarada Marx.  Sozzap quedó aplastado entre la escotilla, los generosos pechos de una matrona y los glúteos rotundos de una bailarina del Tropicana. En esta postura no tardó en conciliar un  sueño plácido, el muy ruin, dejándome solo ante el peligro.  A mí me tocaron en suerte los juanetes de un octogenario que me pateaba la nariz. ¡Cuando nos dijeron que en este viaje  íbamos a disfrutar de los “Cayos” del Caribe creí que me esperaba otra cosa!
¡ARRANCA! –volvió a gritar Vladimiro.
Pulsé  el botón de ignición. Nada. Volví a apretar el botón. Nada. Un mozalbete muy mañoso se agachó debajo del volante y practicó un puente. El motor ronroneó. Ronroneó como nunca había oído ronronear  a un motor. Debía de ser porque los ingenieros habían suplido el combustible de oxígeno líquido (muy escaso por culpa del bloqueo) con Havana 7. Majestuosamente, nos elevamos surcando el cielo del trópico dejando un rastro de rosado algodón de azúcar.
Pusimos rumbo a un pequeño asteroide que orbitaba en torno a una estrella muy soleada. Cuando desembarcamos del RosaMari I y los pioneros cubanos pusieron pie en aquella tierra de promisión sintieron el impulso de bautizarla como Nueva Cuba. Para saciar la nostalgia de la patria que habían perdido decidieron vaciar los depósitos de la nave y celebrar una fiesta. Por fortuna pude convencerlos de que no se bebiesen también la reserva de carburante si no,  jamás habríamos podido volver a despegar.
Nos despidieron con aquella fiesta de fundación que terminó como suele acabar toda fiesta cubana, ¡con una tremenda resaca  al día siguiente! Mientras los hombres amanecimos tirados por la playa, las mujeres, que parecen tener una tolerancia al alcohol sorprendente, ya habían empezado a trabajar y habían montado una cooperativa cigarrera. Sozzap, fascinado, con la boca abierta y cayéndosele la baba,  contemplaba como las isleñas liaban los puros enrollando las hojas de tabaco apoyándolas en  los muslos desnudos y remataban la labor con la saliva de sus labios jugosos. Aunque trató con todas sus armas de convicción de que le vendieran dos docenas de aquellos muslos, al final tuvo que conformarse con un par de cajas de habanos.
Despegamos con mucha prisa, porque un huracán amenazaba con desguazarnos la astronave.  Con una lagrimilla en los ojos contemplé como poco a poco Nueva Cuba se empequeñecía. Creí que las lágrimas las provocaba la emoción hasta que vi el enorme puro que se estaba fumando Sozzap.  Lo malo no es que el extractor de humos esté estropeado, lo malo no es que la atmósfera de oxígeno puro esté a punto de inflamarse. Lo peor es que Sozzap acaba de prender una barbacoa para asarse un puerco.

miércoles, octubre 26, 2011

No leemos, no sumamos, no escuchamos.

I
NO LEEMOS


No leemos. Nos da pereza leer.
Quizás tenga la culpa Internet, nos hemos malacostumbrado a aceptar los larguísimos contratos de las descargas de programas sin saber a que verrugosa novia troyana le estábamos dando el SíQuiero. Ponemos una simple X; firmamos como si fuéramos analfabetos.
Acatamos todo lo que se nos presenta a la firma con la sumisión con la que aceptamos las lentejas de manos de nuestra madre, y rubricamos noimportaqué, lo mismo una renuncia a los derechos de primogenitura, que un contrato de trabajo en blanco, que una hipoteca sobre un cuarto de libra de nuestro hígado, que refrendamos una Constitución que jamás hemos leído (y que también refrendamos aunque no se nos deje leer siquiera). Signamos y nos persignamos.
En mi vida laboral he dado a firmar miles de documentos. En más de veinte años fueron menos de diez personas las que se molestaron en leer el contrato antes de estampar su firma. ¡Eran todos unos frikis! El resto firmaron sin rechistar, aun con la sospecha, con el convencimiento íntimo de que les estaban tangando. Por suerte para ellos no nos aprovechamos lo suficiente de su ciega obediencia y todavía les dejamos algo de sangre en las venas.
Tuve un compañero, un hombre honesto en nuestro mundo de perros que, tras un desengaño comercial , optó por jamás comercializar nada sin leer antes  todas las cláusulas. Así descubrió que, en un seguro de vida, o por mejor decir, un seguro de muerte, la única persona que tenía derecho a reclamar el cobro de la indemnización era el pobre difunto. Nadie se percató antes del error de redacción, ni quien dictó las torticeras cláusulas, ni  las autoridades que autorizaron, ni los vendedores que vendieron, ni los compradores que compraron: ¡Porque ninguno leyó! Como las personas que tenían que pagar las indemnizaciones en caso de deceso tampoco leyeron, las apenadas familias cobraron los seguros, aunque nadie tuvo que venir del Mas Allá para reclamar lo suyo.

No leemos lo que compramos. No leemos lo que vendemos. Ponemos una cruz en la casilla. Decimos Amén a todo. A unos se nos exige que consigamos el mayor número de cruces, y como premio recibimos cruces que nos colgarán del pecho, que nos pesarán como plomo en el pecho mientras enseñamos  orgullosos las muescas de nuestro revólver. Los otros, los crucificados,  no aprenden a leer en las nubes la tormenta que va a caer.

Pero aún es peor.
No leemos. NO SABEMOS LEER.
Ni el amor en los ojos que nos miraron,
ni el desamor en los ojos que nos evitan esquivos.



jueves, octubre 20, 2011

LÍNEAS FÉRREAS


Jugueteó con el ticket amarillo entre los dedos. “Líneas férreas del Mar Norte …” Sonrió con desgana.
Para líneas férreas las de un bando militar, o las de una sentencia de muerte, o las de un diagnóstico atroz, o las de un despido indecoroso, improcedente, impertinente, impresentable, inoportuno…
Líneas férreas como las del comunicado de un desahucio. Líneas férreas como las de una encíclica furibunda condenando al fuego eterno las conductas más inocentes. Líneas ferréas como las que forman los catecismos, las ordenanzas militares, las homilías furibundas, incendiarias.
Líneas férreas como las inscripciones en los brazos de los judíos. ARBEIT MACHT FREI. ¿Hay líneas más férreas que las de esta frase?
Volvió a releer el oficio. Alguien había ametrallado aquellas letras sobre papel timbrado.
En unas pocas líneas el juzgado le comunicaba que le retiraban la custodia de su hijo. Eran sólo unas pocas líneas férreas, que abrasaron sus ojos como plomo candente.

domingo, octubre 09, 2011

amor,amor,amor,amor,amor...


<< ...yo soy de esa generación en la que si tus padres te decían "te quiero" es porque o se iban a morir ellos o te ibas a morir tú.>>
Esto escribía la semana pasada Elvira Lindo y me identifiqué por completo. Fuimos educados en el pudor del sentimiento, en la expresión contenida de los afectos. No vamos aquí a presumir de una infancia desgraciada tipo Oliver Twist, todo lo contrario, pero es verdad que aprendimos a controlar la expresión de las emociones con la contención de un japonés reprimido. El amor, en casa, se manifestaba en silencio, con gestos imperceptibles; con acciones puede, con palabras jamás.
Aprendimos que el único dolor manifestable es el físico, que los otros dolores son fruto del capricho y la fantasía de seres blandengues. Que el corazón sólo interesa como víscera. Que las cosas que uno siente en su interior deben permanecer ocultas, calladas y que si las dejamos escapar deberíamos avergonzarnos como cuando nos suenan las tripas.

Con una educación sentimental semejante ¿cómo nos ha ido en la vida? En la adolescencia, fascinado por Albert Camus, en cuanto tuve novia no pude evitar soltarle aquella frase de "El extranjero": Je t'aime, ça ne veut rien dire. Mi novia como es natural gritó: --¡¿Loqué?! --y, como es lógico, aquella noche no dormí caliente.
Pessoa nos reafirmaba en nuestras convicciones cuando lo leíamos literalmente:
Todas as cartas de amor são
Ridículas.
Não seriam cartas de amor se não fossem
Ridículas.

Também escrevi em meu tempo cartas de amor,
Como as outras,
Ridículas.
As cartas de amor, se há amor,
Têm de ser
Ridículas.

Debíamos de estar en lo cierto porque hasta en Francia y en Portugal nos daban la razón.
La banda sonora de aquellos años la ponían canciones más cínicas todavía: je t'aime, moi non plus. Y nosotros que habíamos mamado lo de no soltar un tequiero, abrazamos las nuevas consignas de amor descreído como conversos fanáticos de una nueva religión. Resulta una paradoja que abandonamos el catolicismo por represor y castrante pero nuestra nueva ideología nos condenaba a la castidad de forma indirecta; las chicas siempre castigaron como es debido tanta falta de romanticismo.
A mi generación ( y a mi clase social) siempre nos resultaba un tanto chocante la excesiva afectuosidad de la alta sociedad, con tanto besuqueo en las presentaciones,  tanto abrazote cordial entre hombres, tanto darling, tanto cielomío y tanto fingimiento.
Al final claudicamos y descubrimos que, si querías mojar, tenías que enterrar todo lo que te habían enseñado. Cuando Renato Carosone empezó a cantar: Me cago en el amor, ya no le hicimos ni puto caso entretenidos como estábamos en desabrochar un sujetador mientras susurrábamos al oido todas las mentiras de amor que eramos capaces de pergeñar. Decidimos abandonar nuestra frialdad nipona y lanzarnos en tromba a disfrutar del amor y dejarnos de zarandajas, comprobamos la rentabilidad afectiva de los tequieros fueran más o menos ciertos, y nuestra vanidad también gozó lo suyo al escucharlos de labios del otro.
El problema es que, ahora, con tanto lío, además de mostrarnos tímidos, temerosos y timoratos a la hora de decirle a una persona  que la queremos, somos aún más cobardes, cobardones y cobardicas a la hora de decirle que hemos dejado de quererla.

Pero hoy me he levantado más japonés y pudoroso que nunca, por eso no os contaré nada de la desesperante soledad que me gangrena el alma. Eso lo escribirá ese otro que, de vez en cuando, coge la pluma y me suplanta.

lunes, octubre 03, 2011

TEMBLORES DE TIERRA



Un equipo de paleógrafos logra descartar que el registrador de la propiedad de  Chattanooga en  Tennessee, EEUU  tuviera Parkingson.

  --Naada dee esso --han declarado al concluir la investigación.